"Día de la raza", así es como bautizó esta foto mi amiga Marisa Cortez. Ella rubia, piel blanca leche, difícil de tostar, y yo, morocha, y encima con todo el bendito sol a cuestas.
Mejor definición que esa, imposible.
Nos la sacaron en Mar del Plata en el verano de 1984, en el último Operativo Verano de la Editorial Perfil que compartimos, porque a mediados de ese año, la empresa decidió mi partida involuntaria. Pero por suerte, no cortó la amistad con Marisa.
La foto fue en un restaurante del puerto, donde fuimos una noche invitadas por Francisco "Pancho" Loiácono, que había sido mi jefe en la revista "Casos" y que en ese verano, le habían encomendado la dirección general del operativo de la editorial.
La invitación a comer pescado y otros frutos del mar, incluyó al resto de los compañeros. Salvo los que debían cumplir con la guardia nocturna, que consistía en la recorrida por los teatros, algunos restaurantes elegidos por la farándula y más tarde los boliches, donde siempre era posible descubrir algún romance.
Recuerdo que además de reirnos mucho, disfrutamos de una rica comida, más rica todavía porque no tuvimos que poner ni un centavo.
Lo que más gracia nos causó fue la actitud de Loiácono. Probó todo tipo de pescados y mariscos, una cena como para dos o tres personas, pero en este caso toda para él. Sin embargo, cuando llamó al mozo para pedirle un postre, le preguntó: "¿no tendrá algo dietético, porque estoy a régimen?". Las risas de la mesa resonaron en el resto del restaurante.
Con Marisa afianzamos ese verano una amistad que continúa hasta ahora, pese a que hace muchos años que no nos vemos y sólo estamos comunicadas a través de Facebook. Mi amiga se casó con Pablo, el amor de su vida, a quien conozco, y formó una hermosa familia con cuatro hijos, a quienes lamentablemente sólo conozco por fotos.
Aunque nunca se lo dije, ella fue un sostén muy importante para mí en esos primeros años como periodista en Buenos Aires. Yo estaba lejos de mi familia, luchando por hacerme de un lugar en los medios y soñando con el "príncipe azul" que se enamorara de mí tanto como yo de él.
Fue mi paño de lágrimas en los malos momentos, como así también creo haberle ofrecido mi hombro para llorar en algunos instantes de infelicidad. Debe ser por eso que solía llamarme "Santa Yayi de Humahuaca". Pero lo fundamental es que siempre tratamos de divertimos juntas.
Marisa tenía muchísima más suerte que yo en cuestiones amorosas. Mientras yo lloraba en los rincones por los amores no correspondidos, ella tenía a varios hombres a sus pies. Los caballeros morían por la rubia de ojos celestes, talentosa, bastante extrovertida y que cantaba lindo.
En ese verano en Mar del Plata, en medio del intenso trabajo, nos hicimos del espacio necesario para pasarla bien. Generalmente era en la hora del almuerzo o de la cena, o en ambos. Pero era en la terminal de ómnibus donde montábamos un show por el que llorábamos de risa.
La editorial solía hacer un recambio de periodistas cada 15 o 20 días, o un mes, y a la persona que se iba, nosotras íbamos a despedirla a la terminal. Lo mejor era cuando se trataba de un varón, porque le hacíamos escenas de celos y de abandono, que el pobre se quería matar, o al menos, alejarse cuanto antes de "ese par de locas".
Una vez me tocó a mí ser la receptora de una de esas bromas. En la editorial me habían dado un permiso de menos de una semana para que viniera a Buenos Aires a ver a mi mamá, que había viajado especialmente de Jujuy.
Marisa fue con Felipe, un periodista muy agradable, que solía prenderse en nuestras travesuras, aunque él también había sido víctima una vez que tuvo que volver un par de días a Buenos Aires.
Aquella vez, yo hice el papel de la mujer abandonada. Y encima ¡embarazada!. A los gritos le pedía de rodillas que no se fuera, que tenía un hijo de él en mi vientre. Si bien al principio Felipe se lo bancó, comenzó a sentirse incómodo a partir de las miradas de desprecio de la gente, que dio por cierta la historia. Me imagino que la partida del micro lo salvó de ser linchado, mientras con Marisa nos fuimos de la terminal con dolor de barriga de tanto reirnos.
Felipe se vengó de mí haciéndose el Romeo. Me pedía por favor que "no me fuera". Y la gente observaba el "amor obsesivo" de ese muchacho, a quien teóricamente yo dejaba abandonado.
En el micro me tocó una chica de compañera de asiento, que minutos antes se había despedido con lágrimas en los ojos de su novio, a quien no vería por un tiempo. Al comparar su dolor genuino con mi locura y la de mis amigos, a mí me dio vergüenza nuestra parodia. Entonces cuando el micro partió, quedando mis amigos con llantos a los gritos por una tristeza inexistente, lo primero que me salió fue decirle a la joven: "eso es todo mentira, yo vuelvo en dos días y el chico que llora por mí, no es mi novio ni nada que se le parezca". Y ella se rió. Como los demás, había llegado a creerse la historia.
Marisa vivía en Adrogué y estaba un poco cansada de tener que trasladarse todos los días a la ciudad de Buenos Aires. La situación se volvía además preocupante cuando debía cubrir alguna nota tarde en la noche. También pretendía una independencia de su familia, para vivir su vida en absoluta libertad.
Yo alquilaba por entonces un departamento de un ambiente dividido en el barrio de Recoleta, en la calle Pacheco de Melo, a dos cuadras de Callao. Aunque era una zona de alto poder adquisitivo, el edificio donde vivía, era en su mayoría de inquilinos de clase media, estudiantes y mucha gente del interior del país.
Como la dueña de mi departamento tenía otro en el edificio, justo encima del que yo vivía, le dije que tenía una amiga interesada en alquilarlo. Marisa fue a verla y con su simpatía, logró que se lo alquilara de inmediato.
Con mi amiga nos convertimos en vecinas. Fue muy acertada esa vida por separado, porque nunca nos peleamos por problemas de convivencia. Yo me hubiera sentido muy incómoda tener en la casa a alguien que fumaba y Marisa, a alguien que la obligue a apagar su cigarrillo. Ella tomaba mate y yo no. Salvando esas pequeñas diferencias, nos visitábamos y charlábamos hasta tarde.
La liviandad de las paredes, hacía que se escucharan todos los ruidos generados en el piso superior. Yo sabía cuándo venía el novio a visitarla. Y a veces, cuando los ruidos aumentaban, le golpeaba el techo con una escoba. Sólo para molestarla un poco.
Su mudanza a un departamento en Palermo para estar con su novio, nos alejó un poco, porque ya no podíamos encontrarnos a charlar todos los días.
Pero el alejamiento paulatino se produjo con mis próximas mudanzas. Y más aún cuando en 1989 ingresé al noticiero de Canal 9, donde trabajaba más de 12 horas por día, y los fines de semana, si no tenía que trabajar el sábado, sólo contaba con el domingo para descansar. "Nuevediario" era un infierno de laburo.
Las obligaciones de uno y otro lado nos fueron poniendo distancia, hasta que no nos comunicamos más. Pero el año pasado decidí que era hora de reencontrarme con mi amiga. Busqué su teléfono por internet. Me respondió Pablo, quien de inmediato me dio su celular. Y después siguió el contacto por facebook, tan cibernético e impersonal. Pero contacto al fin.
Vivimos muchas más cosas que las que conté aquí, pero me las guardo para mí.
Sé que nos debemos horas y horas de charla, que espero en algún momento poder concretar. Mientras tanto, te digo a vos, Marisita, loquita linda, que te recuerdo de la mejor manera y sigamos celebrando..."El Día de la Raza".
1 comentario:
Me hubiese encantado que mi amiga Marisa hiciera su aporte sobre estos recuerdos, pero sus numerosas actividades no se lo permiten. De todos modos, me imagino que debe haber disfrutado de estos recuerdos tan lindos, que yo guardo en mi memoria.
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