miércoles, 22 de enero de 2014

EN LA JUNGLA...PERO EN LA CIUDAD: ÚNICA EN EL EDIFICIO SIN LUZ






































No hay nada peor que estar en una ciudad con las comodidades necesarias a mano, con una vista fantástica desde un décimo piso y a 20 cuadras del Obelisco, y que te falte algo esencial como lo es la electricidad.
En estos momentos, sería algo normal, por los cortes reiterados en distintos puntos de la ciudad de Buenos Aires, debido a la sobrecarga de uso energético.
Pero a mí me sucedió hace unos siete años, en el mes de septiembre, donde el gasto de electricidad no era demasiado. Y la particularidad era que en el edificio, yo era la única que no tenía luz.
Nunca me sentí tan repudiada por el portero, aunque no me lo dijera de forma directa, que en esa oportunidad.
Más allá de que fuera verdad que se me cortaba la luz a cualquier hora del día, creo que en el fondo pensaba que yo estaba un poco loca. Que rompía la instalación eléctrica y que después salía a pedirle, con total falta de culpa, que me recomiende un nuevo electricista.
La primera vez que me di cuenta que la falta de luz sólo la tenía yo, fue cuando en mi penumbra, advertí un reflejo por debajo de la puerta y escuché el ruido del ascensor. Salí al palier y no sólo funcionaba el ascensor, sino también todas las luces de los departamentos y del resto del edificio.
Me sentí como se debe sentir alguien que no pagó la factura y en consecuencia está obligado a padecer el corte del suministro.
Yo estaba al día con las facturas. El problema no era la falta de pago.
Los cortes comenzaron de manera esporádica y siempre que yo estaba en casa. Pero con el paso de los días, unos dos meses aproximadamente, se produjeron a cualquier hora, hasta que llegó el corte total.
No recuerdo si fueron cinco o seis los electricistas que pasaron por mi casa, arreglando lo que el anterior había arreglado.
Cada uno tenía un diagnóstico equivocado. Sin embargo, todos me cobraban como si el inconveniente se hubiera solucionado.
El primer electricista me hizo cambiar los fusibles por una caja de electricidad más moderna. Sin embargo, unas horas más tarde, los cortes intermitentes volvieron.
La vez siguiente, la misma persona cambió la caja de electricidad, que corresponde a mi departamento, que está en el sótano. Como tampoco funcionó, decidí optar por un nuevo profesional.
Todos los que venían hacían lo mismo: revisaban la caja flamante de casa, después se ponían en cuatro patas para controlar todos los enchufes y alargues, que se encontraban en perfectas condiciones, según sus propias palabras. Y luego me pedían ir al sótano para revisar la caja, ante la cara cada vez de menos amigos del portero, que tenía que abrirles la puerta y acompañarlos.
La próxima vez llamé a la administradora del edificio y le pedí que me recomendara a una persona de su confianza. Sobre todo para aliviar el mal humor del encargado hacia mí.
La administradora me envió a un señor mayor, muy respetuoso, pero lo único que hizo fue revisar todo lo que revisaron los anteriores, pero sin encontrarle ninguna solución al problema.
En esa instancia, yo ya estaba desconcertada, hastiada y muy angustiada de vivir como si estuviera en un campamento.
Mientras mis vecinos tenían luz, miraban televisión, guardaban sus alimentos en sus heladeras, usaban sus computadoras y cargaban sus celulares, yo tenía que arreglármelas como si viviera en la Edad Media.
Sólo me faltaban los candelabros y un vampiro para sentirme como si estuviera hospedada en el castillo de Drácula.
Era horrible ver desde mi balcón a oscuras a una ciudad iluminada. Me sentía pésimo.
Cuando volvía del canal, bajaba todos los días del colectivo en una estación de servicio. Allí me compraba bolsas y bolsas de rolitos para conservar la carne de mis gatos y algunos lácteos para mí.
Después en casa, aprovechaba lo que más podía la luz natural y en la noche, era el momento de recurrir a las velas y a la linterna para iluminarme.
Gastaba en pilas chicas a lo loca, al usar un televisor portátil que hasta ese momento tenía guardado en un cajón.
A la computadora la cargaba durante la tarde, gracias a un alargue que enchufaba en el cuartito de la basura. Lo mismo hacía con el teléfono celular. Y después de bañarme a la luz de una vela, me maquillaba en el espejo del ascensor.
Así de rudimentaria era mi vida sin electricidad.
Estaba cansada de pagar y pagar en vano a tantos electricistas que sólo se llevaban mi dinero.
Por eso, por unos días suspendí el llamado a nuevos electricistas. Ya no confiaba en ninguno.
Me quedé a oscuras, vencida, con las manos atadas, a la espera de salir de la tristeza para volver a intentar la búsqueda de una persona que le encuentre una explicación y por supuesto una solución al problema.
Después de ese "retiro espiritual", opté por volver a llamar a la administradora para que me envíe a su electricista. Era al menos el que me había cobrado más barato y más interés había demostrado por hallar la causa de la falta de luz.
Un rato antes de su llegada, me llamó la administradora para decirme que el electricista había sufrido una indisposición de salud y que en su lugar vendría el suplente.
Cuando bajé a abrirle la puerta, me encontré con un chico de no más de 23 años.
Lo primero que pensé fue: "otro más para el fracaso...sólo que un poco más joven".
Pero el chico le hizo honor a su tarea: "fue una luz".
Como todos los demás, miró la caja de casa. Luego de escuchar mi relato acerca de todo lo realizado por los anteriores electricistas, lejos de pedirme que le enseñe los enchufes y alargues, me dijo que lo llevara al sótano, porque creía saber el porqué de los cortes.
Bajamos con el portero y el joven maravilla descubrió lo que ninguno había advertido.
En el sector donde estaba la caja que correspondía a mi departamento, había una gotera, que terminó por herrumbrar todo el cableado hasta volverlo inservible.
En ese instante el portero me miró, como pidiéndome disculpas por la bronca que a su entender, yo le había ocasionado en esos casi 60 días.
Como el departamento de la planta baja que daba al sector de las cajas estaba vacío, nadie sabía de la pérdida de agua. Ni siquiera el portero.
El joven electricista dijo que era necesario un cambio total del cableado hasta mi departamento en el décimo piso.
Le pregunté si yo tenía que hacerme cargo de ese arreglo. Me respondió que no, que le correspondía a la administración del edificio.
Se comunicó de inmediato con la administradora para contarle lo sucedido. Le pidió a la mujer que solucione lo antes posible la pérdida de agua y le explicó cuáles serían sus próximos pasos, que incluían ponerle un techito a la caja de electricidad de mi departamento, a fin de evitar el acceso de más humedad.
La suerte estaba cambiando a mi favor. Dado que venía de un arreglo importante en otro edificio, llevaba en su vehículo la cantidad de cable necesario para realizar su trabajo.
Con la colaboración del portero, procedió al retiro de los cables viejos y a la colocación de los nuevos.
Luego de una hora de espera en casa, escuché el motor de la heladera y corrí a prender la luz de la cocina.
"¡Milagro, milagro!!!", ¿qué más podía gritar con tantos días de angustia?.
Conmovida, bajé urgente a felicitar y a agradecerle al electricista por su extraordinario desempeño.
Es que no sólo me había devuelto la electricidad. Me había devuelto una vida normal, que no es poco.