lunes, 18 de abril de 2011

EL CIELO DE MI ABUELA







A mi abuela "Pichona" no le gustaba ser fotografiada.


Por eso, el único recuerdo gráfico que me quedó de ella es esta foto de su documento de identidad, que en este caso se usó para el recordatorio.


Y está tan deteriorada por todos los besos que le dí, en agradecimiento a su bondad fuera de lo común y porque la quería con toda mi alma.


Mi abuela, madre de mi madre, murió el 29 de julio de 1972, es decir que sólo pude disfrutarla 12 años de mi vida.


Vivía con mi abuelo Solindo en Basavilbaso, Entre Ríos, en una casa hermosa y acogedora, que llevaré en mi retina hasta mi último aliento.


Esa casa tenía varias puertas, tres habitaciones y un living-comedor extenso, donde sus nietos, chiquitos, corrimos miles de carreras, que iban desde la máquina de coser que estaba en el fondo, contra un amplio ventanal cubierto por una cortina, hasta la puerta de calle.


El jardín ocupaba el frente y el costado derecho de la casa. Había flores, un árbol de pera donde en algún momento tuve mi hamaca, una planta de jazmín que daba numerosas flores, que inundaban de un aroma agradable a la redonda, enanos de yeso y una pequeña ermita con la imágen de la Vírgen de Itatí.


Pero esa casa no hubiera sido tan bella, si no hubiese estado en su interior ese ser tan maravilloso que fue mi abuela.


Tengo los mejores recuerdos de ella, porque al ser la mayor de sus cuatro nietos, fuí quien más tiempo pude disfrutarla.


Siempre digo que "nací en Jujuy, pero me malcriaron en Entre Ríos". Porque es verdad. Mi abuela me mimaba como nadie. Yo vivía pegada a ella. La acompañaba a hacer las compras, a Misa y a todos los lugares donde tenía que ir.


La adoraba, por eso tal vez la celaba tanto. Con ninguna otra persona saqué a relucir los celos más enfermizos. Me molestaba que la gente, aún personas de su misma edad, le dijeran "abuela". Era "mi abuela", no la de ellos.


Sin embargo, esa gente lo hacía en agradecimiento a su generosidad. Sólo que yo, por ese entonces no lo entendía. Me importaba solamente que estuviera atenta a mí. Que me escuchara. Que se riera conmigo con esa sonrisa cristalina, que tenía y que dejaba al descubierto un diente de oro. Que fuera solo mía.


En la calle, yo me prendía de su brazo y así caminábamos, hasta que aparecía otra mujer, cualquiera que la conocía y hacía lo mismo.


Una vez vinieron de Rosario del Tala unas primas lejanas y salimos a dar un paseo con la abuela. Las muy "guachas" se prendieron una de cada brazo de "mi abuela" y eso no lo podía permitir.


¿Quiénes eran esas intrusas que querían quitármela?. Yo estaba muy incómoda con la situación, hasta que decidí actuar: empujé a una de ellas y me quedé con uno de los brazos de mi abuela y no la solté hasta que volvimos a la casa.


Reconozco que fue una actitud muy antipática de mi parte, pero en ese momento me sentía con todo el derecho de defender lo que creía me pertenecía en exclusividad.


En lo de mi abuela nos dábamos los gustos que en Jujuy no podíamos. Ella nos compraba tortitas negras y galletas suizas, a las que les abríamos las varias capas que tenían y les poníamos manteca con mucho azúcar. Un manjar que ahora no podría permitirme por un simple cuidado del peso.


Comíamos unos deliciosos tallarines amasados por ella y como mi abuelo tenía una quinta con naranjas, teníamos a nuestra disposición todas las naranjas que quisiéramos consumir.


La hora de dormir y el despertar, eran instantes muy especiales y están constantemente presentes en mi memoria.


Desde que tengo uso de razón, mis abuelos estuvieron siempre separados. Sin embargo, para mí eso no era algo fuera de lo común. Sentía como lo más natural del mundo que cada uno tuviera su propia habitación. Y chica y celosa como yo era, lo vivía como un punto a mi favor.


En nuestras vacaciones, la habitación de mi abuela era también mi habitación. Ella le dejaba las camas a los demás y dormía en el suelo. Una santa.


Cuando mi hermano Ángel fue un poquito más grande, se pasó del cuarto de mis padres al de mi abuela. Mientras que Jaño, el menor, fue el único que quedó en la cuna con ellos.


Antes de acostarme, la abuela me daba "el besito de las Buenas Noches" acompañado con la frase "tamanana, que sueñes con los angelitos". Y al día siguiente, al despertarme, me saludaba con la pregunta "¿cómo aminichidito?".


Aún después de muerta mi abuela, en esa casa yo me fuí a dormir mirando al cielo y diciéndole "tamanana" y despertando con otra mirada al cielo y diciendo "¿cómo aminichidito?".


A mi me encantaba madrugar, no tanto como ella que se levantaba a las 5, e ir a acompañarla a la cocina, donde charlábamos en secreto para que no se despierten los demás. Y así nos quedámos hasta que se levantaba mi mamá, y así sucesivamente el resto de la familia.


Mi abuela dormía muy poco de noche. Casi nada. Era como si cuidara de mis sueños. Yo a veces me despertaba a cualquiera hora de la noche o de la madrugada, y le preguntaba "abuela, ¿estás despierta?". Y ella me respondía que sí. Yo no podía entender que el sueño no la venciera, cuando trabajaba tanto durante todo el día.


Además, como hablaba siempre de la muerte con tanta naturalidad, yo temía que si alguna vez no me respondía, era porque Dios se la había llevado.


Mi abuela era muy católica y practicante. Para ella la muerte era un paso a un mundo mejor. Mil veces mejor al que le había tocado vivir.


Con mi mamá y mi tía, la tres, habían llegado a un acuerdo que la primera que le tocara morir, diera una señal de que existía o no "el más allá".


Esas charlas mucho no me gustaban porque yo no quería la muerte para ninguna. Pero me sumaba a la expectativa de lo que podría suceder en el futuro.


Yo sabía que el destino de mi abuela no podía ser otro que el cielo. Era demasiado buena para este mundo con tanto egoismo, envidia, vanidad y en suma todos los pecados capitales juntos.


Así de cariñosa y servicial que era con su familia, también lo era con sus vecinos y todo aquel que necesitara una mano. Si había alguien enfermo, allá iba ella a visitarlo y a cuidarlo, si era necesario. Siempre estaba dispuesta para curar el empacho con su cinta pegada a los estómagos cargados y sus oraciones.


No se perdía un velorio. Si no se enteraba por su cuenta, siempre había alguien que le llevaba la noticia. A todos iba a acompañar a los deudos y a rezarle al difunto de turno.


En la casa de mi abuela, siempre había visitas. A la gente le encantaba ir a verla, por lo entretenida, por lo agradable, por tener siempre la palabra justa, por lo buena anfitriona que era.


La muerte de mi abuela fue una de las peores cosas que sufrí en mi vida. La primera de todas, en mi infancia.


Ella tenía un tumor en el cerebro, pero nadie lo sabía. Tal vez por eso dormía tan poco. No lo sé. No soy médica como para dar un diagnóstico.


Cuando se enfermó, mal, fue mi tía, que vivía en Buenos Aires, la que se ocupó de ella. Mi madre, en Jujuy, tan lejos, era imposible que pudiera hacerlo.


Mi tía la llevó a un sanatorio adventista en Puígari, Entre Ríos. Un lugar con mucho prestigio, pero su mal era incurable y de nada sirvió el prestigio de quienes la atendieron. Mi abuela murió a fines de julio del '72.


Mis padres prepararon un viaje relámpago a Basavilbaso, para estar presentes en el sepelio. Partimos todos con una tristeza inmensa. Yo estaba destrozada. Había perdido a la persona más buena que había conocido.


Mi tía se encargó de dejar en el cementerio el cuerpo de mi abuela en depósito, después del velatorio, para que nosotros pudiéramos despedirnos de ella.


El día que llegamos, luego de un viaje larguísimo, pasando de micro en micro, porque en esa época no había trayectos directos, dejamos las valijas y nos fuimos de inmediato al cementerio.


Desde ese momento comenzaron las manifestaciones del "más allá" o si se quiere, "los milagros de mi abuela".


Cuando íbamos en el auto hasta el cementerio, el chofer del remise se distrajo por la conversación de mi madre con mis tías y a poco estuvimos de ser arrastrados y aplastados por un tren, en un paso a nivel sin barreras. El grito de la hermana de mi mamá lo hizo reaccionar a tiempo y alcanzó a frenar a centímetros de las vías.

Mi abuela, estoy segura, desde el cielo, nos había salvado la vida.


Cuando llegamos al cementerio, se produjo el segundo milagro. Pese a que habían pasado varios días de su muerte, el cuerpo de mi abuela no despedía el olor fétido de los cadáveres y lo más sorprendente era su sonrisa.


Mi abuela sonreía en su sueño eterno y hasta se le veía el diente de oro. Eso significaba que estaba felíz en el lugar donde se encontraba. Y nos reconfortó el espíritu, pese a que no podíamos quitarnos el dolor de su partida. Ella nos había esperado para que pudiéramos darle el último beso.


Mientras escribo esto, no puedo evitar llorar, porque lo siento como si fuera hoy. Y sin embargo ya pasaron casi 39 años.


Pero faltaba la prueba definitiva para concretar la promesa que se habían hecho mi abuela y sus dos hijas. Y la elegida fuí yo. El mensaje fue recibido a través mío.


Esa noche tuve un sueño maravilloso.


Estábamos en su casa, mi abuela y yo, con la particularidad que yo sabía que ella estaba muerta. Y me hablaba con la ternura de siempre.


En un momento, la casa desapareció y quedamos en un campo, sin nada a nuestro alrededor.


Entonces la abuela me llevó caminando hasta una pequeña montaña, con una vista profunda y me dijo, indicándome hacia un lugar lejano, donde se veían unas llamaradas enormes y se escuchaban gritos desesperados:"ahí no estoy yo, yo estoy allá".


Y el "allá" era un sitio precioso. Un paraíso. Se veía un cielo celeste, con matices rosados, flores muy hermosas y se escuchaba una melodía muy dulce, como de un coro de ángeles.


Con esa imágen increíble me desperté.


Poco después, con lujos de detalles, se lo conté a mi familia. Todos coincidieron que mi abuela había elegido a la persona que más quería para darle su mensaje póstumo: "existía el más allá y ella estaba junto a Dios".












domingo, 3 de abril de 2011

UN "NO" A CARLOS MATA POR STING


El 11 de diciembre de 1987, tuve dos citas.


Una de trabajo, ineludible, para la revista "La Revista". Y la otra de placer, en el Estadio de River Plate.


A las 17, me esperaba para una entrevista, no recuerdo en qué hotel de la ciudad de Buenos Aires, el cantante, compositor y actor venezolano Carlos Mata.


Como me pasaba la mayoría de la veces con los fotógrafos, que "siempre tenían algo importante para hacer después de cumplir con su trabajo" y terminaban dejándome sola con el entrevistado, esa vez no fue la excepción.


Una vez realizada la sesión de fotos, el fotógrafo se despidió y yo me quedé en el bar del hotel haciéndole la entrevista a este hombre, que en ese entonces tenía 33 años y decía "estar felizmente casado con una modelo y ser padre de un bebé de 9 meses".


Hice mi trabajo, pero lo que más me ilusionaba esa tarde era lo que iba a suceder a la noche.


Gracias a la amistad que en ese entonces tenía con algunos encargados de prensa, conseguí que me acreditaran como fotógrafa para el recital de Sting en el Estadio de River Plate.


Si bien yo venía trabajando como corresponsal, asumiendo a la vez el rol de periodista y de fotógrafa para la revista "Vea", de Puerto Rico, para el medio argentino en el que estaba, yo era únicamente periodista.


Las fotos que iba a sacarle a Sting, a pocos metros del escenario, eran para mi colección personal. Si en "La Revista" me pedían algunas, no tenía ningún problema en cedérselas. Mis jefes no las pidieron y yo me quedé con todas.


Cuando terminé la nota con Carlos Mata, le conté que iba a ir a ver a Sting. Y eso dió pie para que nos quedáramos charlando unos minutos más sobre música. Todo muy interesante, sólo que yo tenía que irme, porque se me estaba haciendo tarde.


No habíamos tratado temas personales, salvo las preguntas que le hice para la nota sobre su condición familiar, pero él de mí no sabía nada. Por eso me sorprendió con el pedido que me hizo: "no vayas a ver Sting, quedate conmigo esta noche...me siento muy solo".


Un buen gancho si el artista me hubiera gustado.


Sin embargo, aún así, no tenía ningún interés en engancharme con un cantante que se iba a ir. Ya me había pasado una vez, la única que me enamoré de mi entrevistado. Y me propuse no repetirlo. Además, mi prioridad en ese momento era fotografiar a Sting.


De modo que, para no dejarlo mal parado con el rechazo, le dije a Mata que " mi obligación era ir al recital, porque eran las fotos que se publicarían en la revista". No me gustó mentirle, porque detesto hacerlo. Sólo que fue lo único que se ocurrió en ese momento.


Me acompañó hasta la puerta del hotel, me despedí y cuando ya me había alejado varios pasos, me dí vuelta. Y allí estaba todavía, mirándome partir, con la tristeza pintada en su rostro.


En ese instante pensé que tal vez no era tan cierto aquello de que "estaba felizmente casado". Alguien que es feliz con su pareja, no se queda dando una imagen de soledad y desamparo ante una desconocida como lo era yo.


Esa noche fui al concierto y además de disfrutar de la maravillosa música de Sting, me quedaron las fotos, algunas de las cuales acompañan este relato. Y a Carlos Mata nunca más lo volví a ver.