martes, 19 de febrero de 2013

RUEGO POR UN PAPA CON AUREOLA



Benedicto XVI fue uno de los hombres de confianza de Juan Pablo II. Pero Joseph Aloisius Ratzinger, nacido en Marktl am Inn, en Bavaria, Alemania, el 16 de abril de 1927, nunca alcanzó la popularidad y la imagen angelada de Karol Józef Wojtyla.
Con casi 8 años al frente de la Iglesia Católica, ya que asumió el 19 de abril de 2005, Benedicto XVI se caracterizó por ser un Papa intelectual, poco afecto a los viajes y para algunos, "demasiado rígido con las cuestiones morales", que lo hizo receptor del repudio, entre otros, de las comunidades homosexuales.
Para este sumo pontífice, la obligación de un verdadero cristiano era cumplir con los 10 Mandamientos, ni uno más, ni uno menos.
En sus homilías desde el balcón del Vaticano, recomendó evitar las relaciones sexuales antes del matrimonio, algo casi imposible en este mundo actual. Y defendió la vida de los niños por nacer, condenando con énfasis el aborto.
Pero si hay algo que marcó su rectitud fue salir a pedir perdón a la humanidad por los curas pedófilos. Era algo que se sabía, pero que hasta ahora nadie de la Iglesia Católica había salido a hablar abiertamente.
Esa actitud valiente, con vergüenza ajena pero a su vez propia, por haber sido actos cometidos por sacerdotes que dependían de él, aunque no fuera en forma directa, hizo que lo mirara de otra manera y terminara aplaudiéndolo.
Era una prueba que no sólo estaba todo el día enfrascado en sus libros y meditaciones, sino que se preocupaba por temas serios, que herían el espíritu cristiano.
Para Benedicto XVI fue muy duro enterarse que el fundador de los Legionarios de Cristo, el ya fallecido mexicano Marcial Maciel Degollado, quien había sido bendecido para esta obra por Juan Pablo II, llevaba una doble vida. El sacerdote había abusado sexualmente de varios seminaristas y era padre de tres hijos por su relación con dos mujeres, además de ser consumidor de droga.
Esto obligó al pontífice a ordenar una reforma radical de la congregación, nombrando a un delegado papal para supervisarla y fue él mismo quien dio la cara ante los feligreses y a todos aquellos, que sin ser católicos, escucharon su pedido de disculpas.
El 11 de febrero pasado, Joseph Ratzinger sorprendió al mundo al renunciar al papado y fijó su fecha de despedida para el próximo 28 de este mismo mes. Es decir, que no había vuelta atrás.
Fue una conmoción mundial, porque la última vez que un Papa había presentado la renuncia fue Gregorio II, en 1415.
Benedicto XVI dijo que estaba "cansado" para tamaño cargo. Sus palabras exactas fueron: "en plena libertad por el bien de la Iglesia" y tras constatar que "le faltan las fuerzas necesarias para ejercer con el vigor necesario el ministerio petrino".
 En los primeros momentos de la renuncia, donde todos opinaban, incluso los que nunca pisaban una iglesia, algunos sacerdotes salieron a decir que el paso al costado de Benedicto XVI había sido "un acto de humildad". En eso coincidí. Aunque pensé que más allá de humildad, lo que sentía en verdad era vergüenza por estar al frente de un Vaticano cegado por la corrupción, la ambición, el libertinaje y la hipocresía. Y él no comulgaba con eso. Y tampoco quería hacerse cómplice de los errores de los demás.
Me di cuenta, que sin contar con el magnetismo y la santidad de Juan Pablo II, estábamos ante un hombre bueno, un digno hijo de Dios, que con su paso al costado dejaba al desnudo la mugre de una institución que debería dar el ejemplo. Sobre todo, teniendo en cuenta que fue Cristo en persona, quien le encomendó a Pedro la creación de la Iglesia.
En las últimas horas se dieron a conocer otros motivos del alejamiento, que no hacen más que aumentar mi admiración al cura alemán, que desde el primer momento se preguntó: "¿por qué me eligieron a mí?" y no se sentía muy complacido con el resultado de la votación de los cardenales.
Si bien es cierto tiene 85 años, problemas de salud como haber sufrido dos ACV, es raro que un Papa renuncie, aún enfermo, antes del fin de sus días. Tenía que haber algo más fuerte que el cansancio.
Según la revista italiana "Panorama", la decisión de irse de Joseph Ratzinger la tomó el pasado 17 de diciembre, luego de recibir un nuevo informe sobre el escándalo "Vatileaks", otro de los "trapitos al sol" del temible Julian Assange, sobre la fuga de documentos oficiales del Vaticano, que ponían de manifiesto una "fuerte resistencia" en la Curia romana a las medidas de transparencia que el sumo pontífice había pedido.
Sin embargo, otros sostienen que la decisión comenzó a madurarla en marzo de 2012, luego de su viaje a México y Cuba, cuando se enteró de la vida licenciosa del sacerdote Marcial Maciel Degollado, involucrado también en un acto corrupción por una donación de 60 millones de dólares que hizo una viuda anciana a Los Legionarios de Cristo.
En el mes de marzo comenzarán las deliberaciones para elegir al nuevo Santo Padre y más allá  de las apuestas que surgieron a pocas horas de la renuncia de Joseph Ratzinger, estarán las especulaciones sobre si será de raza negra, latinoamericano, asiático o nuevamente recaerá en un europeo.
Después vendrá el folklore de la incertidumbre, con la multitud en la Plaza San Pedro, a la espera que un humo blanco se eleve por una de las chimeneas del Vaticano y alguien salga decir desde el balcón: "Habemus Papa". Y todos aplaudan al flamante pontífice.
Pero la elección es mucho más seria de lo que se piensa. En un mundo donde los incrédulos ganan más terreno, donde se mata por matar, donde el odio es moneda corriente, donde falta tolerancia, donde sobra el materialismo, donde los valores morales cotizan cada vez menos, donde hay hambre y a nadie parece importarle, y donde el amor es casi una figurita difícil, hace falta alguien que invite a confiar en Dios y que  transmita y contagie paz.
Alguien que se pueda ver realmente como el representante de Dios en la tierra. Más que un Papa, un "papá", así con acento, en quien creer.
No me importa cuál será el origen del próximo heredero del trono de San Pedro. Me importa que cuando lo vea en televisión o con suerte, en persona, me emocione hasta las lágrimas, tal como me sucedía con Juan Pablo II.
Yo había vuelto a Jujuy cuando Karol Wojtyla vino por primera vez a la Argentina, el 11 de junio de 1982. Estábamos todavía dominados por la dictadura militar. El Papa vino para pacificar la región y evitar que entremos en guerra con Chile por el Canal de Beagle.
Por televisión vi la multitudinaria convocatoria que hubo en Luján para la Misa celebrada por el Santo Padre. Y lamenté no poder estar allí.
Pero me tomé revancha cuando volvió el 6 de abril de 1987 para refrendar el acuerdo entre los dos países.
Fui una de las 750 mil personas que participaron de la Misa de Ramos, presidida por Juan Pablo II en la Avenida 9 de Julio en el cruce con la Avenida Santa Fe.
Ese día no tenía pensado quedarme a la celebración religiosa. Sólo quería ver los preparativos en el altar gigante y a la gente que comenzaba a congregarse en el lugar, en su mayoría contingentes de colegios, ya que la convocatoria estaba dirigida a la juventud.
Pero me ubiqué pegada a las vallas, a la altura de Marcelo T. de Alvear y 9 de Julio, y aunque poco a poco me vi apretujada por la muchedumbre, no quise moverme de allí y me dispuse a ver pasar a Juan Pablo II, montado en el Papa-móvil, made in Argentina.
A mi alrededor, un grupo de adolescentes que me rodeaban, no paraban de hacer bromas y reírse a carcajadas, como si estuvieran en una cancha de fútbol y no a punto de participar de una Misa.
Pero cuando apareció el Papa con su imagen celestial, las mismas chicas que se reían unos minutos atrás, comenzaron a llorar de emoción. Y yo sentí que estaba ante la presencia de un futuro santo. Las lágrimas también empezaron a rodar por mis mejillas. Fue un momento único que conservaré en mi retina para siempre.
Ese hombre, con la paz pintada en su rostro, era en verdad un auténtico representante de Dios en la tierra.
A ese instante de emoción, se sumó otro, el del canto entonado con fervor por todos: "Juan Pablo II, te quiere todo el mundo", que él agradeció con su hermosa sonrisa.
Me hizo muy feliz que la Iglesia lo beatificara a sólo seis años de su muerte. Fue un acto de justicia, celebrado el 1° de mayo de 2011 ante una multitud en el Vaticano.
Sólo basta un milagro para que pueda convertirse pronto en santo. Desde hace tiempo le encomendé la recuperación del ACV de Gustavo Cerati. Sería maravilloso que ese sea el milagro que lo lleve a ser llamado San Juan Pablo II.
Sé que lo que voy a contar pueda parecer una alucinación mía. Pero yo no consumo nada raro, ni estoy loca. Me mueve sólo la fe.
Hace dos años llevaron a la Catedral Metropolitana una imagen de cuerpo entero de Karol Wojtyla, tan parecida al verdadero que parecía real. Estuvo algún tiempo y después desapareció, y nunca pude saber a dónde la llevaron.
La gente hacía colas para fotografiarse a su lado. Me parece que lo veían más como a un personaje de historieta que a un hombre de Cristo. Al menos, esa era la impresión que a mi me daba. Porque gritaban, se empujaban y se peleaban por hacerse la mayor cantidad de fotos en pocos minutos, como si eso fuera lo más importante. Y de oraciones, nada.
Sin embargo, un día que había finalizado la Misa y por una excepción no había nadie a su alrededor, me acerqué a rezarle y cuando le tomé una de las manos que tenía levantada, sentí como un apretón de su parte. Tal vez fue mi fe la que me hizo ilusionar con ese milagro. Pero lo viví y no puedo agregar nada más.
Fue a escasos segundos de haberle pedido por Gustavo Cerati. Lo sentí como una promesa que algún día lo va a curar y tendremos al músico haciendo lo mejor de él sobre el escenario.
Por esos misterios de ser una persona tan especial, tan cercana a Dios, es que no me pareció descabellado que el mismo Vaticano haya decidido dar a conocer una foto. En ella se ve a Juan Pablo II, en el momento de ser baleado por el turco Alí Agca, el 13 de mayo de 1981, y al caer doblado por el dolor, la Virgen María lo rodeaba con sus brazos.
La foto me pareció tan maravillosa que no pude evitar emocionarme hasta las lágrimas. Era la Virgen de Fátima, justo en el día de su celebración y de la cual Juan Pablo II era devoto, quien le brindaba su sostén y le salvaba la vida para que siguiera al frente del ministerio cristiano.
Según declaraciones de Joaquín Navarro Valls, portavoz de la Santa Sede, fueron muchos años de estudio sobre el revelado de esta foto fuera de lo común y sobre la calidad de la película utilizada.
Esto se debe a que en un primer momento del revelado no se conseguía descubrir la imagen porque no era muy nítida. Pero tras someterla a miles de controles con los fotógrafos más expertos del planeta, decidieron que no había ningún truco: era la Madre de Dios confortando a uno de sus hijos dilectos.
Por todo eso que nos dejó Juan Pablo II es que deseo que el próximo Papa tenga una bondad y una humildad inconmensurables. Que sea un Papa para mirarlo y ver en él al auténtico heredero del sillón de San Pedro. Un Papa con aureola...

viernes, 8 de febrero de 2013

MI PAPÁ: AÚN CON ERRORES LO QUIERO MUCHO



Mi papá Pedro, "papito" para mí, era el único integrante de mi familia a quien todavía no le había dedicado un escrito.
Me costó escribir sobre él porque soy demasiado sincera como para dejar de lado situaciones que me produjeron tristeza a lo largo de mi vida. Y este en definitiva es un espacio donde intento poner lo mejor de cada persona. Sólo de las personas que quiero, ya que no he tenido ningún empacho de detallar tanto las glorias como las miserias de algunos famosos.
Tal vez si esto lo hubiera escrito antes de mis últimas vacaciones en Jujuy, mi tono hubiese sido más amoroso. Amorosísimo.
Tenía para contar del reencuentro con mi papá en los últimos años. De haber aceptado finalmente que eligió a otra mujer en lugar de mi mamá. De reconocer también que tuviera otra familia y que viviera en otra casa, a la cual ahora ingreso y ya no tenemos que quedarnos charlando en la puerta.
Pero esta vez pasó algo que me dolió y me trajo a la memoria los peores recuerdos de las infidelidades y numerosas mentiras en mis épocas de niña y adolescente. Unas estúpidas mentiras para ocultar que no eran horas extras las que hacía en su trabajo, sino que en esas horas estaba en brazos de esa otra mujer.
Son dos las veces al año que puedo ir a visitar a mi madre y a mi padre. Por eso ese tiempo trato de aprovecharlo al máximo con ellos.
Si bien es más el tiempo que estoy con mi mamá porque me quedo con ella, programo los encuentros con mi papá de antemano, ya que no vive cerca y a veces no está en la casa, y no tiene teléfono celular.
Cuando llegué de vacaciones me costó encontrarlo, tanto que pensé que no le funcionaba el teléfono y tuve que recurrir al hermano de su mujer para saber el porqué era tan difícil saber su ubicación.
Así que fue mi papá quien se comunicó conmigo para concertar un encuentro.
Me llamó la atención que no me invitara a su casa, sino que puso como punto de encuentro la esquina de la casa de uno de mis tíos, porque me dijo que había quedado en ir a visitarlo.
En el hogar de mi tío se fueron sumando mis primos, sobrinos y más tarde llegó la mujer de mi papá, que había pasado por la peluquería.
La reunión se tornó muy amena, sobre todo cuando el hermano de mi papá se puso a contar anécdotas de un ex compañero de trabajo al que le decían "Olla de cuero". Esas historias justificaban en mi infancia los asados familiares.
Todo muy lindo, hasta que mi papá comentó como si fuera lo más natural del mundo, que en dos días se iba a pasar las Fiestas de Navidad y Año Nuevo a Córdoba, a la casa de uno de los hijos de su  mujer que vive en esa provincia.
"¿Cómo que te vas?", le pregunté de inmediato. "Es que nos envió los pasajes", fue la respuesta de mí papá.
En ese momento sentí como si un cuchillo me atravesara el corazón. ¿Tan poco le importaba mi presencia?.¿El hijo de su mujer era más importante que yo?. Al parecer, sí. Y esa conclusión a la que llegué me hizo sentir peor.
Yo no venía de la otra cuadra. Había recorrido exactamente 1503 kilómetros para abrazar a mis padres y uno de ellos estaba rechazando ese abrazo y eligiendo estar con otra gente que no eran de su sangre.
Comprendí entonces el porqué mi papá había decidido citarme a un lugar con mucha gente. Sabía que de ese modo yo no le recriminaría el desplante.
Al otro día me invitó a su casa y volvió a hacer lo mismo. Nos sentamos en la galería, muy cerca de donde su mujer cocinaba y realizaba otras tareas del hogar. De esa manera era imposible que yo dijera algo en contra del viaje. Sólo hablamos de temas intrascendentes. Y volví a escuchar las viejas y repetidas historias de la fábrica, donde mi papá era el "gran solucionador" de los problemas en las grúas.
Fue una mañana muy desagradable que terminó mal, porque tampoco me acompañó a la parada del colectivo como lo hacía siempre.
Cuando el viernes fui hasta la terminal de micros a comprar el pasaje para viajar al día siguiente a Salta, al Santuario de la Virgen de los Tres Cerritos, aproveché para llorar mientras caminaba, con los ojos ocultos por anteojos negros.
Me acordé de un episodio que quedó en mi memoria para siempre.
Cuando terminé el Secundario en el Colegio Nuestra Señora del Huerto, en Jujuy, logré lo que para mí era una proeza. Llegué a ser escolta primera, a un punto de las abanderadas que compartían el puesto por tener el mismo promedio.
Yo soñaba que el día de la colación de grados, no sólo estuvieran presentes mi mamá y mis hermanos, sino sobre todo mi papá, que con mucho esfuerzo me había pagado los estudios en un colegio privado y con un excelente nivel de enseñanza. Iba a ser un momento ideal para agradecerle en público y que él además se sintiera orgulloso de su hija.
Pero mi papá inventó no sé cuál excusa para no estar presente y eligió en cambio ir a pasar la tarde-noche con su amante. Porque a la larga siempre nos enterábamos donde había estado realmente.
Fue una estocada que me destrozó el corazón. Y que lamento no poder sacar de mi memoria.
Las lágrimas que derramé entre la ida y la vuelta a la terminal de ómnibus, me hicieron mucho bien porque volví más tranquila a la casa de mi mamá. Pero yo sabía que lo único que me iba a servir para cerrar el episodio era contar en mi blog lo que había sucedido y mis reflexiones al respecto.
Busqué fotos del pasado. Entre ellas, una roída por el tiempo, donde mi papá sostenía en brazos a una nena regordeta que era yo.
Lo mismo otra foto donde se lo veía sonriente, a modo de escolta junto a mi mamá, compartiendo a mis 7 años, mi emoción de recibir la Primera Comunión en Centro Forestal, Palpalá, donde viví en mi infancia y adolescencia.
Ese es el papá que hubiese querido para siempre. Un papá presente.
Cuando había momentos que lo sentía tan lejos, sin ninguna muestra de afecto, pese a los esfuerzos que yo hacía como estudiante y como buena hija para tenerlo conforme, llegué a dudar si realmente me quería. Y se lo pregunté a mi mamá.
Ella me respondió que sí me quería. Que me adoraba cuando era una beba. Que nunca lo había visto tan triste, llorando, cuando siendo una beba me enfermé de neumonía y estuve al borde de la muerte. Pero reconoció que al principio, por una cuestión de machismo según mi opinión, me rechazó un poquito porque deseaba que su primogénito fuera un varón. Y aparecí yo de manera inoportuna.
Por suerte siempre me gustó el fútbol y eso fue a lo largo de los años lo que nos acercó.
Puedo hablar horas de ese tema con mi papá y aunque cada uno tiene puesta su propia camiseta, la de San Lorenzo en el caso de mi padre y la de River por mi parte, coincidimos en el apoyo a la Selección Argentina, en el buen juego de la pelota y que no soportamos a Boca.
"Biuju", así con "b" larga y "u", como lo bautizó de modo interno uno de mis hermanos, nunca fue muy afectuoso con sus hijos cuando éramos chicos. Recién revirtió esa postura muchos años después, al menos hacia mí, luego de haber estado con un serio problema de salud.
En aquellos tiempos, en lo que a mi respecta, tenía que esperar que vinieran visitas a casa para que mi papá reconociera lo buena estudiante que era. Esto sucedía en la Primaria, donde fui mejor alumna en todos los grados, salvo en segundo, y llegué a ser abanderada de la escuela. Y después siguió en la Secundaria.
Siempre me preguntaba por qué no podía expresar su satisfacción a mis hermanos y a mí cuando hacíamos las cosas bien en el colegio, y no estuviera ningún extraño que nos mirara como si fuéramos extraterrestres.
En la diaria estaba presente el rigor, que no lo rechazo porque a la larga me sirvió de manera personal y profesionalmente para crecer. Pero no había espacio para el abrazo y alguna vez un "te quiero, hija".
Cuando lo veía en otras familias o en algún programa, o en una película, me moría de envidia.
Las únicas veces que lo sentía a "Bieju" más predispuesto a abrir su corazón hacia sus hijos, era cuando íbamos a la casa de mis abuelos, en Entre Ríos. Mi mamá también lo vivía de la misma manera.
Pero al retornar de esas vacaciones, volvía a instalarse en mi papá la "cara de perro".
Mi papá siempre fue muy gracioso. Pero eso sólo se hacía evidente cuando había visitas y se lucía con sus cuentos "verdes".
Cuando terminábamos de comer los ricos asados que él preparaba, a los chicos nos mandaban a jugar en un terreno grande con pasto, que no era una plaza, que había frente a casa. Y si era de noche, nos enviaban a "la pieza". La habitación donde mi hermano Ángel, "Chiquito", como le decíamos, y yo, dormíamos, que quedaba del otro lado de la galería.
Pero como nosotros queríamos escuchar también los cuentos, nos íbamos a la ventana del cuarto donde dormían mis padres y mi hermano Jaño, "Cachito" por ese entonces, y agudizábamos el oído apoyados en la ventana.
Como éramos nenes e ignorantes de todo lo concerniente al sexo, no entendíamos de qué se reían tanto. Y como de costumbre, los cuentos más zafados y festejados eran los de mi papá.
En esos asados, regados con mucho vino en botellas y en damajuanas, mi papá, además de amoroso, se volvía muy generoso con nosotros. No sólo nos dejaba los vueltos de las compras a último momento en un kisco vecino, sino que siempre nos regalaba algún dinero para comprar caramelos.
Así como a mi mamá esas fiestas mucho no le gustaban porque tenía después mucho trabajo en lavado de vajillas, ollas, sartenes y cubiertos, baño con manchas de orín alrededor del inodoro y mugre en toda la galería, para nosotros eran bárbaras. Es que habíamos tenido por un rato al papá con el soñábamos tener a diario.
Cuando venían músicos a casa, porque mis padres se hicieron muy amigos de un grupo folklórico de La Mendieta, o venía algún familiar con una guitarra o un bombo, o con ambos instrumentos, la fiesta era absoluta. Mi papá acompañaba la música golpeando las manos abiertas, lo que originaba un sonido diferente, que cuando nos encontramos con mis hermanos e intentamos imitarlo, lo primero que hacemos es aplaudir de esa manera.
Cuando fui llegando a la adolescencia, esas reuniones dejaron de gustarme. Los invitados ya no eran "invitados", sino "una junta de borrachos". Ya no me importaban los vueltos y donaciones de dinero para los caramelos. Además, me molestaba la mirada libidinosa de algunos hombres, después de varios vasos de vino, que aclaro, nunca fueron ni mis tíos ni primos, muy respetuosos todos. Gracias a Dios, esos hombres que no me caían bien, nunca pasaron de eso.
Por eso comencé a odiar esas fiestas y porque terminaban casi siempre en discusiones, con duros insultos, entre mis padres. Esto sucedía cuando los invitados se habían retirado y era el momento de ordenar la casa.
Destaco la falta de capacidad para mentir que tuvo y sigue teniendo mi papá. Siempre fue un pésimo mentiroso. A la larga, siempre le descubríamos la mentira, que tenía que ver todas las veces con lo mismo: sus escapadas a la casa de quien es hoy su mujer.
Inventaba excusas y hacía cosas tan disparatadas que hoy nos causan gracia. Pero en su momento fueron muy dolorosas, porque la infidelidad nos hacía mucho daño.
Una vez, el hombre que me dio la vida casi termina castrado por atravesar un alambrado que daba a otro pabellón. Un edificio que quedaba al lado del que vivíamos. Todo ese sacrificio para salir a la calle y de allí ir hasta la casa de la madre de su amante que estaba a una cuadra.
Un domingo que el equipo Altos Hornos Zapla recibía a Colón de Santa Fe, en Palpalá, por el Campeonato Nacional, mi papá dijo que iba a ir a ver ese partido. Bastante raro porque nunca iba a la cancha.
Aunque yo no era hincha de ninguno, me pareció que el espectáculo podía ser interesante. Entonces le pedí a mi papá que me lleve con él. No recuerdo cuál fue su argumento para dejarme afuera, pero se fue solo en la camioneta roja, una Dodge vieja de los años 50'.
Molesta porque me había dejado, le dije a mi mamá que iría igual, aunque luego de tomar dos colectivos,  iba a llegar para el segundo tiempo del partido. Pero oh sorpresa, cuando pasé con el colectivo frente al ingreso al barrio Florida, estaba la camioneta estacionada, con mi papá y su amante en su interior.
Ese era "el partido" que había ido a ver mi papá. Por eso se negó a llevarme con él.
Aunque me dio bronca por lo que había sido testigo, seguí viaje hasta el Estadio de Zapla, donde llegué para ver el segundo tiempo.
Esa noche, cuando mi papá volvió a casa, le pregunté qué tal había estado el partido. Se limitó a hacer un breve comentario, porque alguien le habrá contado el resultado. Y dijo que había vuelto tarde porque después se fue a visitar a su hermano que vivía a pocas cuadras de la cancha. Una mentira tras otra.
Muchas veces me pregunté por qué mi papá, que había conocido a mi mamá cuando le tocó hacer el Servicio Militar en Entre Ríos, decidió pedir su mano en matrimonio.
Me imagino que ya en esa época conocía a su actual mujer. Se hubiera casado con ella y listo. Mi madre se habría ahorrado muchas lágrimas. Yo no hubiera existido y mucho menos estaría hoy contando esta historia.
Fue muy duro para mí sobreponerme a las peleas constantes de mis padres. Lo que me ayudó fue el alejamiento, venirme a estudiar a Buenos Aires.
Tal vez por el miedo a repetir la historia es que fracasé en el amor. Me quedé sola. Sola por elección. Y al final reconciliada con mi padre, que no es poco.
El reencuentro padre-hija se fue dando de manera paulatina. Acrecentándose con el tiempo. Y me di cuenta que lo quería muchísimo cuando estuvo muy enfermo y a la distancia, temí por su vida.
El amor no tiene explicación. Aun con sus errores, yo lo quiero a mi papá. Y va a ser para siempre...