jueves, 9 de marzo de 2017

A UN AÑO DEL QUIEBRE FÍSICO Y EN LA VIDA MISMA

Hoy se cumple un año del día que me fracturé por primera vez en mi vida.
Un quiebre físico y en mi propia vida.
En cuanto a lo físico, me caí para atrás cuando quise abrir un contenedor de basura y me resbalé al pisar en un segundo intento la palanca que por ese entonces tenían los tachos gigantes de residuos en la ciudad de Buenos Aires.
En esa madrugada del 10 de marzo de 2016, cuando iba a trabajar a Canal 9, sufrí la fractura de cúbito y radio de la mano derecha.
Para hacerlo más claro, me quebré la muñeca.
Y ese fue el comienzo de una odisea de tres meses, donde a pesar de todo, de la impotencia, de no poder trabajar y tampoco viajar, cuando me faltaban pocos días para irme a Jujuy de vacaciones, pude rescatar algo positivo.
La fractura, que incluyó una cirugía en el Hospital Británico y dos meses de rehabilitación en la A.R.T., me obligó a parar la pelota de trabajar sin descanso, para pensar que hay otra vida.
Yo no trabajaba para vivir. Yo vivía para trabajar.
Y aunque lo reconocí en ese momento, a esta altura, creo que no escarmiento.
Además de ir varias veces al médico y de estar obligada de lunes a viernes, a asistir a la rehabilitación, tuve mucho tiempo para leer y para escuchar radio.
Fue también un tiempo de aprendizaje de la realidad.
No la que vendían algunos medios.
La verdadera, la que veía desde la ventanilla de los remises que me llevaban de ida y de vuelta del escenario de gente con las extremidades dañadas.
Y la de caminar la calle con mi cabestrillo a cuestas.
Después de leer varios libros, como el tantos años postergado, "Las venas abiertas de América Latina", de Eduardo Galeano, la cabeza se me partió en mil pedazos.
Me volví muy crítica de las injusticias hacia los que menos tienen, al extremo que mi mamá me decía: "Vos no eras así".
Y es verdad, yo no era así.
Pero más que nada porque era una ignorante que vivía en mi propio mundo.
Una ignorante que no fijaba la vista en otros que realmente la pasaban pésimo.
Cuando pude ver y estudiar ese otro mundo, oculto para mí, que sin embargo era parte de la historia de mi país, encontré los motivos suficientes para saber a qué valía la pena apostar.
Además de esa revolucionaria de entrecasa que nació en mí, Dios me regaló la posibilidad aún más importante como la de compartir 15 días con mi hermano Jaño.
El mismo que el 31 de julio, sólo cuatro meses después, nos dejó a todos los que lo queríamos, llorando su inesperada y lamentable partida.
Cuando miro sus retratos, que están a la vista en mi casa, pienso que todo estaba digitado para tener el privilegio de ser la última de la familia, más allá de María Luisa, su mujer, que tuviera la oportunidad de compartir varias horas con él.
Ni siquiera mi mamá tuvo esa suerte.
Tampoco mi papá y menos aún mi hermano Ángel, con quien hacía más de 20 años que no se veían, porque al vivir en provincias distantes, no tenían la posibilidad de encontrarse.
Cuando el traumatólogo Alejandro Tedeschi, del Hospital Británico, una eminencia en lo suyo, me dijo que había que operar sí o sí porque estaba soldando mal la fractura, no se me ocurrió otra persona para llamar para que me acompañe que mi hermanito.
Me costó pedir ayuda, ya que soy de esas personas que no acostumbra a molestar a nadie con sus problemas personales.
Cuando lo hago es porque es absolutamente necesario.
Y en este caso lo era.
Mi tía Teresa, que en otro momento que estuve mal de salud, me acompañó y siempre le estaré agradecida, esta vez no iba a poder hacerlo porque era muy mayor.
Tampoco mi mamá, también mayor y viviendo muy lejos.
Lo mismo mi hermano Ángel, con su cargo en una escuela de Neuquén y con una familia para atender.
Jaño entonces era el ideal.
Su trabajo de artesano lo podía hacer en cualquier lado, siempre y cuando tuviera las herramientas.
Le ofrecí el dinero suficiente para viajar y para comprar sus materiales de trabajo, y además de cuidarme en el postoperatorio, todo el tiempo para dedicarse a lo suyo.
Yo no estaba bien de ánimo, todo lo contrario.
Pero él me hacía reír con sus chistes, sus frases y términos originales.
La pasamos de manera maravillosa juntos.
Hablábamos de todo y nos habíamos vuelto muy compinches.
Como nunca antes.
Íbamos al supermercado y yo lo dejaba que eligiera los ingredientes de los platos que él cocinaba con un entusiasmo envidiable y que le salían muy ricos.
Nunca me olvidaré de sus deliciosos zapallitos rellenos, que cocinó con una dedicación suprema y con tanto amor.
De sólo acordarme, se me llenan los ojos de lágrimas.
Mi hermano adoraba las piedras.
Las compraba para las pulseras, collares y todas las obras de arte, que eran en definitiva sus creaciones.
Otras veces, cuando venía a Buenos Aires a comprar materiales, y se empeñaba en mostrarme las piedras que había comprado, yo casi no le prestaba atención porque no tenía demasiado tiempo.
Pero en esa oportunidad, sí tenía tiempo para escucharlo cuando me explicaba las cualidades de cada una.
Hace poco, cuando anduve por el barrio de Once, donde él compraba su mercadería, pasé por un local donde había un montón de piedras en la vidriera y se me ocurrió que tal vez ese era el lugar donde las compraba.
Y no pude evitar que una lágrima rodara por mi mejilla.
Conservo el rosario que me hizo en pocos minutos y que utilizo para rezar todos los domingos en Misa.
Son numerosas las cosas que me traen la imagen de mi hermano, tan gracioso, tan ocurrente y tan generoso, y que me provocan un nudo en la garganta.
Recuerdo que mirábamos televisión juntos y alguna que otra película.
Y aunque teníamos diferencias políticas, nos respetábamos a la hora de conversar sobre el tema.
Si yo no me hubiera fracturado y menos aún, si no hubieran tenido que operarme, seguramente no lo hubiese visto y me habría perdido la oportunidad de estar un tiempo junto a mi hermanito querido.
Los últimos tiempos de su vida en la tierra.
Cuando se quejaba del dolor de espaldas, yo le decía que fuera al médico, pero siempre se negaba.
De todos modos, no podía saber que lo que tenía era un tumor que a la larga iba a terminar con su vida.
Yo le echaba la culpa a la mochila pesada que cargaba en su espalda y que podía partir por la mitad a cualquiera.
Cómo hacía, me preguntaba, para aguantar tanto peso. Y lo hacía a fuerza de una voluntad inquebrantable y por supuesto, de los calmantes.
Recuerdo el día que se marchó.
Llovía a cántaros y no podía conseguir un taxi para ir a Aeroparque.
Hasta que, luego de abrazarnos y darnos un beso en cada mejilla, y de agradecerle todo lo que había hecho por mí, lo vi partir con su mochila enorme.
Iba mojándose bajo la lluvia, mientras se dirigía a la esquina de casa, donde finalmente consiguió el taxi.
Fue la última vez que lo vi caminando, como si estuviera bien, aunque de verdad no lo estaba.
La próxima fue en julio, cuando lo encontré en una cama del hospital de Río Gallegos, a pocos días de irse definitivamente.
Por eso creo que, a pesar de todo lo malo que significó esa pausa obligada en mi vida, la presencia de mi querido Jaño fue lo mejor que Dios me regaló.