domingo, 27 de marzo de 2011

UN SACERDOTE, CASI UNA VIOLACIÓN

Lo que voy a contar, jamás lo hablé con nadie. Ni siquiera en referencia de una supuesta tercera persona. Nunca.



Fue un tema tabú para mí. Seguramente por los años de educación religiosa. Desde mi abuela, mi mamá, mujeres muy devotas ellas y aferradas a una imagen de santidad que los sacerdotes no tienen. Ellos representan a Dios en la tierra. Imparten sus enseñanzas. Pero en definitiva son hombres. Con sus virtudes y sobre todo sus defectos.



Yo creía que si lo comentaba, me iban a tildar de "mentirosa" y que le "estaba faltando el respeto al sacerdote y a la Iglesia". Así me crié con esta historia a cuestas.



Cuando vivíamos en Centro Forestal, un barrio alejado de la entonces Fábrica Militar Altos Hornos Zapla, en Jujuy, tanto mi mamá como yo teníamos una participación activa en la Capilla, donde todos los sábados venía un sacerdote a celebrar Misa.



Nunca tuve interés en entablar amistad con ninguno de los curas que pasaron por esa Capilla. Mi tarea se limitaba a leer alguna de las Lecturas y a pasar la bolsita de la colecta.



Yo ya estaba en el Secundario, cuando llegó un cura alemán llamado Guillermo, cuyo apellido no recuerdo y tampoco me importa acordarme. Este hombre, más que sacerdote católico, parecía evangelista. Sus Misas duraban como dos horas. No paraba de hablar. Encima traía un pizarrón, donde dibujaba y marcaba distintos puntos que quería destacar.



Por supuesto que a mí esos sermones kilométricos no me gustaban. Me aburrían. Porque se iba siempre de tema. Sin embargo, no se lo podía decir a mi mamá, que no le hubiese gustado que "le hable mal del Padre".



Lo peor fue cuando a los jóvenes feligreses, nos invitó, ¿invitar?, es una manera de decir. En realidad, nos obligó a ir a las cuatro de la tarde para darnos una charla que se extendía hasta la hora de la Misa. Siempre con su infaltable pizarrón, en el que no paraba de hacer gráficos y más gráficos explicativos.



Esto sucedía todos los sábados. Esa fue la rutina hasta que cambiaron al sacerdote y yo sentí que me había sacado a un gran peso de encima. Lo enviaron a la Parroquia Espíritu Santo de Palpalá. Allí siguió celebrando sus Misas interminables y haciendo las reuniones con los jóvenes. Pero eran otros los que tenían que soportarlo.



Como no sé si aún vive, prefiero referirme a él en tiempo pasado. El Padre Guillermo tenía una memoria sorprendente. Sabía quién era cada uno de los feligreses y no se olvidaba de su rostro. Aún cuando se mudara de Iglesia y eran otras las personas que asistían a sus ceremonias religiosas.



Siempre lo consideré como "maldito" el día que fuí al dentista al Policlínico que quedaba a unas tres cuadras de su Parroquia. Ese día me sacaron una muela y con los efectos de la anestesia, pasé por allí, porque era el paso obligado para ir a la parada del colectivo.



En ese momento, el cura estaba parado en la puerta, me vió y me llamó. Lo primero que le dije fue que me habían sacado una muela y que quería estar pronto en mi casa, porque en poco tiempo se me iba a ir la anestesia e iba a comenzar a sentir dolor. Me dijo que no me iba a robar mucho tiempo, pero que pasara al interior para charlar más tranquilos. Yo como una tonta, le creí.



Nos sentamos en los bancos, en una Iglesia completamente vacía.



Como hacía bastante tiempo que no lo veía, comenzó a preguntarme sobre mi vida. Cómo estaba, si seguía yendo a Misa y cosas por el estilo. Hasta que me preguntó algo que no me gustó: "si era Vírgen".



No era una pregunta que viniera al caso. Pero como yo era muy respetuosa, y además muy chica y temerosa de la autoridad, que en este caso era él, en lugar de decirle que "era un desubicado", le contesté la verdad: "sí, lo soy".



Fue el disparador para que su actitud de sacerdote serio, al menos como el que se había mostrado durante el tiempo que fui a sus Misas y sus reuniones de jóvenes, cambiara de manera radical.



Empezó por tomarme de las manos, cosa que a mí me molestaba. Y aunque lograba en algún momento zafarme, volvía a tomarlas. Era una situación muy incómoda. Más todavía porque a eso le siguieron preguntas como: "¿por qué era Vírgen?", "si pensaba seguir siéndolo por mucho tiempo", y "si no tenía desos de estar con un hombre". Hasta eso, su mirada también había cambiado. Sentí como si él quisiera ser "ese hombre".



Para mí era muy raro que un sacerdote me estuviera diciendo esas cosas. Nunca lo hubiera esperado, porque yo tampoco le dí motivos. A la par de la incomodidad por las palabras del cura, comencé a sentir el dolor de la extracción reciente de la muela. Y eso fue lo que me salvó que el cura, en definitiva, se me tirara encima.



Saqué fuerzas de no sé dónde, me levanté y le dije que me iba porque me dolía la boca. Él seguía insistiendo que me quedara. Pero a la distancia, debo decir que no era un sacerdote quien lo pedía, sino un hombre que estaba excitadísimo.



Dios en ese momento también estuvo de mi lado, como en varios acontecimientos de mi vida. Y lo hizo ante uno de sus ciervos. Un "ciervo descarriado", si se quiere.



Cuando volví a casa, el lugar donde me habían sacado la muela me dolía horrores. Pero más me dolía lo que me había sucedido. El cura casi había abusado de mí.



Por suerte, nunca más lo ví. Cuando mi familia se mudó a Palpalá y yo ya estaba en Buenos Aires, preferí ir siempre a Misa a la otra Iglesia para no cruzármelo.



No me sorprendió cuando me enteré tiempo después que varias chicas habían tenido hijos de él. Seguramente a todas las llevó de la misma manera que intentó hacerlo conmigo.



Cuando el Papa Benedicto XVI pidió perdón por los curas pedófilos y condenó sus abusos, entendí que yo no tenía por qué sentir culpa de contar lo que me había ocurrido. Es cierto, otras chicas y chicos la pasaron peor, porque padecieron la violación. Pero aunque no se haya concretado, es algo de lo que una no se olvida nunca más.

domingo, 20 de marzo de 2011

"LA GOTA FRÍA" EN "NUEVEDIARIO"



Ser parte del noticiero "Nuevediario", en lo que a mí respecta en la década del '90, con un ritmo infernal de trabajo, no daba demasiado margen para la distención.
Por eso con mis compañeros, cada vez que lográbamos parar los decibeles unos minutos, aprovechábamos ese tiempo al máximo.
Uno de los artícifes de esas "pausas recreativas" era siempre Pedro Talarico, conocido en el ambiente de la música tropical como "Manuel Calderón". Pedro, con su humor inigualable, nos hacía cambiar nuestras habituales muecas de preocupación por una sonrisa o un carcajada.
Para mí era una fiesta ayudarle todos los días a fotocopiar y armar las rutinas para el noticiero del mediodía, en la oficina de Antonia Lufrano, la secretaria de Horacio Larrosa. Los tres nos llevábamos de maravillas.
Hasta que un día se nos sumó un nuevo momento para pasarla bien, en medio de gritos, peleas, insultos y exigencias varias, tan característicos en "Nuevediario".
En el año '92, en el viejo Canal 9, en Palermo, el control del noticiero quedaba al lado de la oficina de edición. Es decir, que era un paso obligado para trasladar de un lado al otro los "u-matics" con las notas. Como mi tarea era la de recibir por coaxil el material periodístico del interior, iba y venía por ese sector.
No recuerdo si hubo un "flash" del informativo o había terminado la edición del mediodía de "Nuevediario". Lo cierto es que en el control no estaban ni Larrosa ni Gustavo Siegrist, el jefe del noticiero. Sino que se había quedado el sonidista y con él se encontraba conversando Talarico.
En esa época estaba de moda el tema "La gota fría, de Carlos Vives, y el sonidista lo puso. Yo justo en ese instante pasaba por el corredor y Pedro me llamó. Y así fuimos sumando a todos los que estaban cerca de allí. El sonidista se copó y subió el volúmen de la música a más no poder y la oficina de control se convirtió en un boliche.
Habíamos cerrado la puerta y Pedro apagaba y prendía las luces, mientras bailábamos a lo locos el tema de Vives.
En ese tiempo se grababa en el canal la telenovela "El precio del poder", protagonizada por Rodolfo Bebán. Y él como el resto de los actores de la tira, tenían los camarines muy cerca de nuestro control.
Cuando se armó "la festichola", era tanto el bochinche que hicimos, que hasta Bebán y otros actores se acercaron a ver qué pasaba allí adentro. Nosotros los veíamos espiar , extrañados, por la ventanita que tenía la oficina.
Después, cuando terminó el tema, salimos todos como si nada hubiera pasado. Incluso, lo saludamos a Bebán muy amablemente.
Estas fiestas improvisadas, siempre con "La gota fría", se volvieron casi una costumbre.
Las hacíamos una vez por día, generalmente después de la edición del mediodía o a media tarde, cuando aún faltaban algunas horas para la edición vespertina. Esto significa que no afectaba la tarea del noticiero.
Y viéndolo a la distancia, era muy bueno para nuestra salud mental. Nos descargábamos moviendo el esqueleto y después continuábamos trabajando, más relajados y con más entusiasmo.

domingo, 13 de marzo de 2011

RECUERDOS DE CARNAVAL

El Carnaval logró sacar lo más violento de mí...
El Carnaval es de por sí violento, al menos como yo lo conocí en la infancia, con esa costumbre de mojarte con bombitas o baldazos de agua.
Ahora por suerte ya no se usa tanto, costumbre que sí continúa en varios países de Latinoamérica.
Tanto en Jujuy como Entre Ríos, donde pasé de manera alternada mis primeros años de vida y hasta la adolescencia, era para mí un castigo tener que ir al almacén y a la panadería, con el riesgo latente de volver empapada.
Porque si bien el horario para tirarse agua era pasado el mediodía y hasta las 18, siempre aparecía alguno que pasaba por alto las reglas y te hacía pasar un mal rato.
Lo que para todos era divertido en esos tiempos, para mí era un tortura. No había nada peor que alguien te arroje agua, cuando vos no participabas de su juego. Claro, la gracia estaba en mojar al que veían seco y si era una mujer, y más aún una jovencita, mejor.
Por esa prepotencia de algunos es que detestaba al Carnaval.
No niego que muchas veces participé del juego. Pero lo hice por propia voluntad y cuando los jugadores eran pocos, chicos en su mayoría que no tenían una actitud destructiva y estaba acompañada por mi madre.
Allí sí la pasábamos bárbaro.
Para no ser el blanco de todos, me echaba agua en casa y así llegaba a jugar, sin que nadie tenga el placer de ser el primero en empaparme.
Lo que estoy contando sucedía en Jujuy, donde las fiestas de Carnaval son todo un clásico.
Al principio me refería "a mi lado más violento" y voy a contar dos anécdotas que tienen que ver con eso.
Una vez estábamos jugando con los chicos vecinos, mi hermano Ángel que era pequeño, y mi madre, hasta que llegó un grupo de muchachos que no conocíamos. Nosotros usábamos unos tarros que llenábamos en los grifos que había en el frente de cada casa y los vaciábamos a cada rato. Pero todo en un clima de risas y alegría.
Sin embargo, estos intrusos, no sólo comenzaron a tirar agua con mucha violencia, sino que querían quitarnos nuestros tarros. A algunos de mis amigos, ya se los habían sacado. Pero conmigo no pudieron y encima la historia terminó muy mal.
Mal para uno de ellos.
Comenzamos a forcejear y yo no estaba dispuesta a entregarle mi tarro. ¿Por qué tenía que hacerlo?. Él no era de nuestro grupo y lo que estaba pasando ya no era un juego. Entonces, en un momento que logré zafar, hice un giro con el brazo y se lo dí con todas mis fuerzas en la cabeza.
Lógicamente, lo lastimé y como la cabeza en un sector del cuerpo muy sensible, comenzó a sangrar. Sus amigos se me vinieron encima a insultarme y yo les decía que "él se lo había buscado por querer quitarme el tarro".
No recuerdo quién se encargó de curarlo. Pero ese día el juego de Carnaval terminó horrible. Porque aunque yo no empecé el incidente, me sentí culpable por el herido.
En el norte argentino, la gente además de mojarse, se arroja harina y hasta se pintan unos a otros con lápices de labio. Aunque no sé si esa tradición continúa, en esa época, décadas del '60 y '70, era optativo.
Ni la harina ni los labiales, eran de mi preferencia. Para mí la diversión se limitaba al juego con agua. Si había algo más, no participaba.
Otra vez estábamos jugando con los vecinos, con agua y sin violencia. Y a un muchacho que no era de la partida, se le ocurrió traer pintura. Si hubiera sido lápiz de labio, tal vez lo hubiera aceptado. Pero esta era pintura de paredes. Y vino a pintarme a mí.
Cuando ví lo que era, me agarró una suerte de ataque de nervios y comencé a gritar desesperada. Arrojé mi tacho, que quedó abollado en el piso y me fuí llorando a mi casa. Por supuesto, ante "esa escena dramática", la fiesta de Carnaval se dió por terminada.
Para sacarme la pintura tuve que usar nafta, detergente y no sé cuántas cosas más. Y la ropa quedó arruinada. Cómo no me iba a enojar.
Entre otros malos momentos del Carnaval, tuve que soportar los "lances" de algunos vecinos, que en la vida diaria eran personas respetuosas, sólo que borrachos se volvían irreconocibles y peligrosos.
Así como se me vienen a la mente esos instantes negativos, rescato los lindos vividos en Entre Ríos. Especialmente uno.
A una cuadra de la casa de mis abuelos, había un chico que me encantaba. Yo habré tenido entonces unos 10 u 11 años. Ese chico, con un grupo de amigos, una vez se había empecinado en mojarme.
Como es obvio, yo no iba a salir para que se dé el gusto de tirarme agua. Pero me sentía encantada con la situación. Recuerdo que de lejos me gritaba que saliera a la vereda. Mientras, cerca mío, mis padres se morían de risa.
Mi abuelo tenía la costumbre de tomar todas las tardes su banquito y de sentarse al costado de la casa. Ese día no fue la excepción, pese a las amenazas de bomba...de bombas de agua. Lo gracioso fue, que como yo no acepté la propuesta de ser empapada, en venganza, comenzaron a arrojarle las bombas a mi abuelo.
Una vez vaciada "la artillería", los chicos se volvieron a sus casas, mi abuelo tuvo que ir a cambiarse de ropa y yo, en silencio, disfruté de haber tenido más o menos cerca y un rato importante al chico que me gustaba.
Esa vez, sí que fue un gran día de Carnaval.